¿Por qué no sabemos qué factores ambientales causan el autismo?

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Los científicos pueden mencionar sin problemas listas de docenas de genes relacionados con el autismo, pero no hay consenso aún en cuanto a qué elementos del ambiente contribuyen con la condición, y en qué proporción lo hacen.

En 2013, los datos de un gran estudio de más de 85 000 niños de Noruega sugirió que las mujeres que tomaban ácido fólico durante los primeros meses de embarazo disminuían el riesgo de tener niños con autismo. El mes pasado, un análisis de un estudio de diseño similar de más de 35 000 madres y bebés en Dinamarca descubrió que no existe relación entre las vitaminas prenatales y el riesgo de autismo, lo que despertó sospechas del hallazgo noruego. La ciencia es siempre un proceso iterativo, pero en el caso de precisar factores de riesgo para el autismo, el progreso ha sido muy lento y difícil.

En la década pasada, docenas de artículos propusieron una amplia gama de factores que potencialmente contribuyen con el autismo: vitaminas tales como el ácido fólico, depresión materna y uso de antidepresivos, nacimientos prematuros, cesáreas, edad avanzada del padre o la madre, padres con sobrepeso y exposición a cualquier cosa, desde químicos disruptores endocrinos hasta contaminantes del aire y pesticidas. Incluso algunas investigaciones sugieren que el hermano menor nacido muy pronto o mucho tiempo después del primer hijo tiene un riesgo elevado de autismo.

Todos ellos son considerados factores ambientales de riesgo, término que utilizan los científicos para referirse a cualquier cosa que no sea el resultado directo de una secuencia de ADN. La mayoría está de acuerdo con que el autismo es causado por la combinación de la genética y el ambiente. Pero mientras que los genetistas pueden mencionar tranquilamente docenas de listas de genes relacionados con el autismo, no hay acuerdo aún en cuanto a qué factores ambientales contribuyen con el desorden, y en qué proporción lo hacen.

La investigación en esta área arroja con frecuencia resultados incoherentes. Continuamente se proponen factores de riesgo que rara vez se confirman o descartan de manera definitiva y solo un puñado de factores (entre ellos la infección materna y la edad de los padres) goza de gran aceptación. Sin embargo, identificar los factores ambientales de riesgo tiene un gran potencial para marcar la diferencia en el autismo. Ya sabemos cómo cambiar algunos elementos del ambiente de una persona, mientras que alterar los genes de alguien sigue siendo parte de la ciencia ficción.

La razón por la que ha sido tan difícil probar qué causa el autismo depende de la diferencia entre las asociaciones y las relaciones causales: Trazar una línea directa entre una causa y un efecto en un mundo desordenado y complejo es desafiante por naturaleza. Los estudios epidemiológicos que son la principal herramienta de los científicos para investigar riesgos ambientales son muy buenos para identificar asociaciones entre algo en el ambiente y un diagnóstico, en este caso el autismo. Sin embargo, esas relaciones estadísticas no pueden probar por sí mismas que una cosa causa otra. «El problema de la epidemiología y la ciencia observacional es la dificultad de saber con certeza si alguna vez se tiene una causalidad», comenta Marc Weisskopf, profesor asociado de epidemiología ambiental y ocupacional en la Facultad de Salud Pública de Harvard.

La ciencia ha estado plagada de este problema durante décadas, pero los investigadores están desarrollando métodos prometedores para solucionarlo, y tal vez esto incluso ayude a señalar con la flecha causal la dirección correcta.

Nube de historia:

adnLa genética del autismo ha sido un área de investigación controversial desde la década de 1970, cuando algunos estudios de gemelos sugirieron que el desorden tiene gran probabilidad de ser heredado. Pero por mucho tiempo los estudios genéticos no pudieron encontrar una sola causa obvia. A su vez, el aumento de la conciencia del componente ambiental en muchas condiciones dirigió los vaivenes científicos hacia la exploración de las causas no genéticas. La búsqueda rigurosa de factores ambientales de riesgo para el autismo comenzó apenas hace una década, lo que significa que la investigación está en sus etapas iniciales. «Se han estudiados los factores ambientales por un período menor en comparación con los factores genéticos, es por eso que aún queda un montón por aprender», asegura Lisa Croen, directora del Programa de investigación de autismo de Kaiser Permanente, sistema de atención sanitaria sin fines de lucro de California.

El progreso también ha sido entorpecido por la historia de la investigación del autismo, única en su clase: la teoría, desacreditada por completo por la comunidad científica, de que las vacunas para niños provocan autismo. «La amargura por la forma en que esta mentira ha configurado la visión pública sobre el autismo ha contribuido al escepticismo de los científicos sobre otros factores ambientales potenciales», comenta Irva Hertz-Picciotto, profesora de ciencias ambientales y de salud pública de la Universidad de California, Instituto Davis MIND. «Pienso en el campo del autismo que realmente ha sido en parte un obstáculo porque las personas igualan vacunas con ambiente».

Para empezar, los epidemiólogos son un grupo cuidadoso. Para determinar que un factor de riesgo es causativo, los epidemiólogos generalmente utilizan nueve criterios, entre los que se incluyen si el grupo de datos concuerda con las asociaciones, si los estudios epidemiológicos concuerdan con los hallazgos del laboratorio y si los posibles mecanismos fisiológicos del efecto propuesto existen. Es difícil que se cumpla cualquiera de estos criterios y que ocurran todos, o al menos tantos como para establecer una relación causal, es un obstáculo difícil de superar.

Dejar en claro quiénes han estado expuestos a qué cantidad de un factor ambiental particular es otro desafío importante. Para encontrar genes que contribuyan al autismo, todo lo que se necesita son muestras de sangre. Por el contrario, los factores de riesgos que no son genéticos son difíciles de medir. No hay forma de examinar rápido y con facilidad la sangre de alguien para obtener un registro completo de las exposiciones ambientales pasadas. «La tecnología de la biología molecular no ha proporcionado aún tan enorme impulso como lo hizo en cuanto a los genomas», comenta Craig Newschaffer, director del Instituto para el Autismo A. J. Drexel de la Universidad de Filadelfia, Pensilvania.

Además de eso, los investigadores deben evaluar la exposición a los factores de riesgo no solo de una persona (el niño con autismo), sino de la madre del niño durante el embarazo y quizás incluso del padre. (Ciertos químicos afectan el empaquetamiento del ADN en el esperma, lo que a su vez podría afectar el riesgo de autismo).

«Determinar el grado de exposición no es algo fácil de llevar a cabo», dice Croen. «Es algo muy difícil, muy impreciso».

Los investigadores pueden preguntar a los participantes de un estudio acerca de exposiciones potenciales, pero las personas casi nunca son conscientes de ellas. Por ejemplo, una mujer sin saberlo sienta a su bebé en el pasto al que se le roció pesticida. En lugar de eso, los investigadores suelen confiar en mediciones indirectas, como rastrear los registros médicos en busca de diagnósticos de autismo en niños a cuyas madres se les recetó antidepresivos durante el embarazo. Estos métodos también tienen sus defectos. En este caso, por ejemplo, algunas mujeres quizás no compraron el medicamento o no lo ingirieron de manera regular.

Es también difícil explicar todas las variables ocultas que pueden distorsionar la relación entre una exposición y un resultado. Por ejemplo, los niños prematuros tienen un riesgo mayor de padecer autismo. Pero esto podría ser porque el bajo peso al nacer es un factor de riesgo del autismo y los niños prematuros tienen bajo peso al nacer o porque las complicaciones tales como hemorragia en el cerebro ocurren con más frecuencia en niños prematuros, en lugar de ser el resultado en sí mismo de un menor período de gestación.

En el caso del autismo, el intervalo de tiempo entre una posible exposición y el diagnóstico torna más compleja la situación. Los científicos deben reconstruir a qué factores de riesgo podrían haber estado expuestos los niños en el útero o durante la infancia, pero los recuerdos de los padres acerca de esos tiempos con frecuencia son borrosos. A veces, los recuerdos no son objetivos por la razón contraria: los padres tal vez recuerden en detalle cada hecho pequeño que ellos creen que podría explicar el autismo de su hijo.

El enfoque alternativo sería medir todo a lo que se expone un grupo de mujeres embarazadas (y luego sus niños) y hacer el seguimiento de ellos durante años para ver a qué niños se les diagnostica autismo. Sin embargo, debido a que el autismo es relativamente raro, este enfoque necesita estudios enormes y costosos para arrojar resultados significativos. Uno de los pocos estudios de este estilo, colaboración del Instituto Noruego de Salud Pública y la Universidad Columbia, ha involucrado a decenas de miles de mujeres embarazadas y ha identificado solo unos pocos cientos de niños con autismo hasta el momento. El resultado es que los estudios que pueden decir algo con autoridad acerca de los factores ambientales de riesgo del autismo «requieren un trabajo arduo y un costo elevado», comenta Newschaffer. «Y es por esto que es más difícil ponerlos en marcha».

Idea infecciosa:

Debido a estos obstáculos, la lista de factores ambientales de riesgo que tiene mayor consenso por parte de los investigadores del autismo es muy corta. Uno de los más conocidos y aceptados es la infección materna durante el embarazo.

En la década de 1960, los doctores documentaron un aumento importante en la tasa de autismo en niños cuyas madres habían contraído rubeola durante el embarazo. Eso fue una de las primeras pistas. Luego, en la década de 1980, los científicos comenzaron a investigar la relación entre la infección materna y la esquizofrenia, primero utilizando los tiempos de las epidemias de gripe para estimar la exposición a la enfermedad y luego estudios más rigurosos. «Mucho del trabajo que involucra el sistema inmune con el autismo va paralelo a o es precedido por el trabajo sobre la esquizofrenia», asegura Brian Lee, profesor adjunto de epidemiología y bioestadísticas de la Universidad Drexel, quien ha trabajado en algunos de los estudios epidemiológicos más definitivos que demuestran la relación autismo/infección materna. El autismo y la esquizofrenia son similares de alguna manera, entonces la idea de que la infección de la madre podría provocar autismo en su hijo no implica un gran salto.

bacteriaPero por décadas esto ha sido solo una teoría. Los hallazgos que convencieron a la mayoría de los investigadores del autismo acerca de la relación causal provenían de datos epidemiológicos inusualmente sólidos y de estudios que demostraron los mecanismos biológicos que sustentan el efecto. En el campo epidemiológico, por ejemplo, uno de los grandes estudios de Lee utilizó datos del sistema médico sueco para mostrar que la hospitalización por una infección durante el embarazo aumenta un 37 por ciento el riesgo de una mujer de tener hijos con autismo. Las historias clínicas son mejores que los recuerdos humanos imperfectos para evocar el tiempo y la gravedad de una enfermedad. Estos registros también incluían los diagnósticos de autismo en niños, lo que aumentaba la confianza en que el resultado evaluado era real.

Mientras tanto, un tipo distinto de evidencia señaló en la misma dirección. Algunos equipos documentaron niveles alterados de moléculas inmunes en mujeres embarazadas cuyos hijos luego les diagnosticarían autismo, así como patrones anormales de marcadores inmunes en los niños. Numerosos modelos animales han mostrado también que las ratas y ratones preñados expuestos a patógenos o a moléculas que simulaban una infección parieron crías que tenían anomalías cerebrales y comportamentales que tenían reminiscencias con las observadas en el autismo.

«Es un mensaje coherente de los estudios epidemiológicos y humanos, y de los estudios animales o de los celulares», asegura Lee. «No es solo un estudio por aquí y otro por allá».

Los detalles más finos se están organizando aún. Algunos estudios implican infecciones virales, mientras que otros señalan infecciones bacterianas, por ejemplo. Existen además distintas respuestas acerca de cuándo un feto en desarrollo es más vulnerable a estos efectos. Pero el consenso es que el efecto es real.

Claro como el aire:

Escribir la crónica de la historia de la infección materna no ha sido fácil. Y para muchos otros factores de riesgo, ha sido incluso más difícil encontrar la evidencia confiable que los corrobore. Muchos científicos que han estudiado la contaminación del aire, por ejemplo, están convencidos de que contribuye con el autismo, pero hasta ahora ninguno ha podido probarlo.

Los gobiernos generalmente analizan los niveles de contaminantes y hacen pública la información, así «las personas no tienen que salir a recolectar ellas mismas los datos sobre la contaminación para estudiarlos», asegura Hertz-Picciotto. Su equipo ha analizado la contaminación del aire y el riesgo de autismo como parte del estudio Riesgos Genéticos y Ambientales de Autismo en Niños (CHARGE, por sus siglas en inglés), estudio exhaustivo y a largo plazo de los factores de riesgo de autismo en niños en edad preescolar nacidos en California.

Más de media docena de estudios, que dependen de datos estadounidenses, han hallado que la exposición a la contaminación del aire en el útero o durante los primeros días de vida aumenta el riesgo de un niño de padecer autismo, dice Amy Kalkbrenner, profesora adjunta de ciencias de la salud ambiental de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee. Kalkbrenner ha documentado asociaciones entre la contaminación del aire y el riesgo de autismo en Carolina del Norte y Virginia Occidental. Otros investigadores encontraron patrones similares en el oeste de Pensilvania y entre una cohorte nacional de 116.000 mujeres que participaron en el Estudio II de la salud de las enfermeras II. «Este nivel de coherencia es inusual en este campo», comenta Kalkbrenner. «Verlo en un área geográfica distinta con distintos patrones de estaciones, diferentes mezclas de contaminación del aire llevaría a más solidez a los hallazgos en general».

contaminacionEl tiempo de exposición ofrece una lógica biológica verosímil. Dos estudios distintos publicados a principios de este año hallaron que la exposición a la contaminación del aire durante el tercer trimestre de embarazo aumenta particularmente el riesgo de autismo. Esos meses son cruciales para el desarrollo del cerebro que se cree que no se produce en el autismo. «Ese tipo de especificidad fortalece en gran medida el argumento de la causalidad, que estamos buscando realmente algo biológico», dice Weisskopf, quien dirigió uno de los estudios basado en los datos del Estudio II de la salud de las enfermeras.

Sin embargo, no todos los estudios hallaron esta conexión. Un análisis de cuatro estudios grandes de desarrollo infantil en Europa, publicado en junio, no halló asociación alguna entre la exposición de la madre a la contaminación del aire durante el embarazo y los niveles de características relacionadas con el autismo de su hijo.

«Hemos visto muchos resultados en los Estados Unidos, pero me gustaría verlos en otras regiones del mundo», comenta la investigadora principal Mónica Guxens, profesora asistente de investigación del Centro de Investigación en Epidemiología Ambiental de Barcelona, España.

Este análisis muestra lo difícil que puede ser comparar datos entre estudios, según comenta Croen. Es posible que la contaminación del aire se relacione con el diagnóstico del autismo, resultado analizado en la mayoría de los estudios estadounidenses, pero no con las características del autismo, estudiadas en los análisis europeos. Si solo algunos componentes de la contaminación del aire aumentan el riesgo, los estudios que analizan distintos químicos podrían también arrojar resultados discordantes.

Antes de que los investigadores puedan concluir que la contaminación del aire causa autismo, necesitarán nuevos tipos de evidencia, tales como mediciones mejores y más personalizadas de las exposiciones a la contaminación. «En general, la cuestión de cuándo declarar una causalidad como establecida es muy interesante y complicada», comenta Kalkbrenner. Hasta hoy, los estudios han estimado la exposición a la contaminación del aire haciendo remisión del domicilio de una persona a los datos de las estaciones gubernamentales cercanas de monitoreo. Pero este enfoque es imperfecto. Una persona podría vivir en un área con niveles altos de contaminación del aire y trabajar en una con niveles bajos, o viceversa. Diseñar estudios en los que las embarazas usen monitores personales de la calidad del aire o identificar biomarcadores en la sangre que reflejen con exactitud la exposición real a la contaminación del aire podría aportar esta pieza del rompecabezas.

También podría ayudar el hecho de encontrar nuevas fuentes o clases de datos epidemiológicos. «Me encantaría observar qué sucede con el neurodesarrollo infantil en áreas con niveles de contaminación realmente elevados, como China», dice Kalkbrenner. «Sería bueno además tener acceso a datos sobre “experimentos naturales” donde la contaminación del aire haya cambiado radicalmente con el paso del tiempo».

Los investigadores también necesitan más conocimiento acerca del componente tóxico del aire que fomenta los problemas del desarrollo. Muchos estudios involucran partículas finas que tienen menos de 2,5 micrones de diámetro, pero esta categoría incluye cientos de químicos tóxicos. «Hemos tenido estos hallazgos positivos, pero existe un superposición acerca de qué aspecto de la exposición a la contaminación del aire se ha relacionado con el riesgo de autismo», apunta Newschaffer. «La falta de coherencia en esto es algo molesto».

Por último, los científicos tendrán que establecer el mecanismo por el cual cualquier componente tóxico afecta el cerebro y causa autismo. Muchos científicos sospechan que la inflamación y otros mecanismos relacionados con lo inmunológico están involucrados. «Muchos de esos mismos marcadores que vemos alterados en niños con autismo son los que vemos encendidos por la exposición a la contaminación del aire», asegura Heather Volk, profesor adjunto de salud mental de la Facultad Johns Hopkins Bloomberg de Salud Pública de Baltimore, Maryland. Sin embargo, hasta el momento pocos estudios de animales u otros de laboratorio han investigado los detalles de estos mecanismos.

Sin evidencia sólida de múltiples tipos de estudios, la relación entre la contaminación del aire y el autismo sigue siendo conflictiva, y alarmante. Por un lado, la contaminación del aire está tan diseminada que si existiera un factor de riesgo verdadero, probablemente esté causando autismo en grandes cantidades de niños. Por otra parte, es fácil mostrar asociaciones entre la contaminación del aire y muchas condiciones, y la conexión específica con el autismo podría ser falsa. «Realmente es creíble, concuerda con la literatura en cuanto a inflamación, por ejemplo. Todas estas piezas están allí», sugiere Lee. «Pero, ¿unirlas para proponer que la contaminación del aire es un factor de riesgo causal del autismo? Creo que aún estamos muy lejos de poder decir eso».

Caldo de químicos:

Una estrategia para establecer relaciones convincentes entre factores ambientales de riesgo y el autismo es hacer un seguimiento de los niños desde una edad muy temprana, incluso antes de que se sospeche la posibilidad de un diagnóstico de autismo. La Investigación Longitudinal sobre el Riesgo Temprano de Autismo, que comenzó en 2009, estudia embarazadas que ya tengan un hijo con diagnóstico de autismo y que por lo tanto tienen un alto riesgo de tener otro hijo con la condición. Debido a esto, el estudio puede ser relativamente pequeño (tiene como objetivo conseguir 1.200 mujeres), pero aun así generará resultados significativos. Y porque los investigadores hacen el seguimiento de las mujeres desde el embarazo, pueden recolectar información de las exposiciones ambientales a medida que ocurren, incluso antes de realizar un diagnóstico de autismo, para evitar los errores de los recuerdos selectivos.

Otra estrategia es mejorar las mediciones de las exposiciones ambientales. Una técnica nueva recluta a un aliado inusual: el Ratón Pérez. A partir del segundo trimestre del desarrollo fetal, los dientes del bebé crecen en capas concéntricas, al igual que los anillos de los árboles. Los dientes que se caen cuando el niño tiene 5 o 6 años incluyen un registro temporal muy detallado de los químicos a los que el niño estuvo expuesto incluso antes de nacer. «Aquí tenemos una herramienta que sirve de muestra real y directa de la exposición fetal», comenta Manish Arora, profesor asociado de medicina preventiva y odontología de la Facultad de Medicina Icahn de Monte Sinaí, Nueva York. Los investigadores pueden utilizar los dientes que se les cayeron a los bebés con diagnóstico de autismo para reconstruir con precisión las exposiciones ambientales de los primeros años. «Al momento del diagnóstico, tenemos una forma de viajar al pasado», aventura Arora.

Durante la década pasada, Arora validó el uso de dientes de bebés como indicadores de exposiciones químicas para estudiar desórdenes cerebrales tanto de la niñez como de la vejez. Él trabaja con muchos grupos de investigadores del autismo en los Estados Unidos y Europa para evaluar los candidatos a factores de riesgo, entre los que incluyen pesticidas y exposición a metales pesados.

Con el reconocimiento cada vez mayor de que el autismo es el resultado de la interacción entre los genes y el ambiente, muchos investigadores están de acuerdo en que la manera de obtener respuestas reales es analizar esa relación. Es difícil llevar a cabo estos proyectos, porque se necesita información más completa tanto de la genética como de las exposiciones ambientales para el mismo subconjunto de personas.

Unos pocos estudios han incursionado en esta dirección. Un análisis de los datos del estudio CHARGE demostró que los niños que respiran aire muy contaminado y tienen una variante del gen MET tienen un mayor riesgo de desarrollar autismo que aquellos que tienen solo la variante del gen o solo sufren la exposición a la contaminación del aire. Otro estudio reveló que los niños con autismo que tienen duplicaciones o deleciones del ADN asociadas con el autismo y cuyas madres tuvieron una infección durante el embarazo tienen síntomas más graves que los que solo padecieron uno de estos factores.

Muchos equipos trabajan en análisis extras en esta misma dirección. Algunos estudios epidemiológicos en curso también están volviendo sobre sus pasos para recolectar y analizar el ADN de los participantes de sus estudios para investigar los dos tipos de factores de riesgos juntos. A su vez, los investigadores aplican análisis de exposición ambiental, tales como datos de la contaminación del aire, a los estudios genéticos en curso del autismo. «Creo que podemos hacer mucho si somos inteligentes con las cohortes existentes», sugiere Volk.

Al final, los estudios que combinan factores de riesgo genéticos y ambientales podrían conducir a nuevas hipótesis y respuestas más claras. Por las mismas razones, identificar factores ambientales de riesgo y los mecanismos por los que producen el daño ayudaría a los científicos a reconocer nuevos genes candidatos para el autismo. «Realmente se trata de una dicotomía falsa» entre los genes y el ambiente, comenta Lee.

Como si no fuera ya una tarea enorme captar la interacción entre la genética y el ambiente, los investigadores reconocen que, debido a la naturaleza sinérgica de las exposiciones en el mundo real, tendrán que analizar múltiples factores ambientales al mismo tiempo. «No estamos expuestos solo a un químico por vez», apunta Joseph Braun, profesor adjunto de epidemiología de la Universidad Brown en Providence, Rhode Island. «Vivimos en este caldo de químicos a diario».

Los científicos llaman a este caldo de químicos (que también incluye las hormonas del propio cuerpo, las moléculas de señalización creadas por el sistema inmune, las vitaminas y otros factores de la nutrición) «exposoma». Ya comenzó en los Países Bajos un esfuerzo particularmente ambicioso por abordar el exposoma en relación con el autismo, donde los investigadores realizan el primer estudio exhaustivo del ambiente en asociación con el autismo.

Basado en su mayoría en datos del estudio de la Generación R, que hacía un seguimiento del desarrollo de casi 10.000 niños nacidos en el área de Róterdam entre 2002 y 2006, los investigadores analizan las asociaciones entre las características relacionadas con el autismo y docenas de factores no genéticos, entre los que se incluyen la edad de la madre y el padre, las complicaciones al nacer, la alimentación y la exposición a las toxinas ambientales. Planean además incorporar análisis genéticos, según la miembro del equipo Tonya White, neurocientífica del desarrollo en la Universidad Erasmus de Róterdam. El grupo también planea analizar las relaciones entre los síntomas y los factores ambientales en los 86 niños del estudio a quienes les diagnosticaron autismo.

Los investigadores utilizan técnicas que han ayudado a otros equipos a enterarse de factores ambientales de riesgo para condiciones tales como la diabetes y el síndrome metabólico, comenta White. Pero cuando se trata del autismo, esta clase de estudios representa un territorio completamente nuevo. «Estamos explorando el fondo del océano», asegura. En lugar de tratar de simplificar el paisaje complejo de los riesgos, este esfuerzo y otros similares intentan señalar en el mapa el terreno completo, un proyecto que podría darle a los científicos la brújula tan buscada que señala el camino de la causa hasta el efecto.



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