Amor sin condiciones

autistasusanamama2jj2Siempre hay excepciones que confirman las reglas. Eso pensaba mientras escuchaba hablar a Sofía Moreno sobre su hija, una niña diagnosticada con autismo. Y es que, pese a que muchos expertos aseguran que detrás de un menor con algún trastorno generalizado del desarrollo hay una madre fría y distante, en nada se acerca esta mujer a semejante tópico. Cálida, espontánea y sin reprimir sentimientos me contó su caso.

Si bien no fue hasta pasados los dos años cuando el comportamiento de Susana empezó a preocuparle mucho, antes de esa edad ya había ciertos indicios de que las cosas no andaban del todo bien. Un retraso motor y también del lenguaje (de hecho se llegó a pensar que podía ser sorda y por eso tardaba en hablar) habían robado su calma. Eso sin contar con la otitis de repetición, un cuadro que además de llevarla al quirófano para un drenaje de tímpano derivó en una ingesta masiva de antibióticos algo que, según la propia Sofía, pudo haber tenido que ver con la enfermedad.

En este sentido –según algunos facultativos- hay una hipótesis que establece que cuando un niño contrae una infección del oído medio, los antibióticos que ayudan a combatirla pueden destruir los microbios que regulan la cantidad de una levadura llamada Candida Albicans en el tracto intestinal. Como resultado, ésta crece rápidamente y contamina la sangre con toxinas. Estas, a su vez, pueden influir negativamente en el funcionamiento del cerebro.

Pero ésta no es la única explicación posible. Según otras, este desorden de las funciones cerebrales (como prefieren llamarle algunos expertos al autismo) tiene un origen multicausal. Desde la influencia genética hasta un virus, pasando por cambios en la estructura y bioquímica del cerebro podrían encuadrarse aquí. Lo mismo puede decirse de un sistema inmune disfuncional, ciertas vacunas y hasta las toxinas y la contaminación ambiental.

Sin embargo, me dio la impresión de que para Sofía buscar el porqué del autismo de Susana no era lo fundamental. Coger el toro por los cuernos y hacer que la niña saliera adelante parecía ser la mecha que había prendido su motor. El motor de una madre que no parará mientras que no se agote la gasolina que le supone la esperanza.

Pero fue duro. Que las maestras digan que tu hija presenta “una conducta diferente” no es fácil de digerir. Que posteriormente un neurólogo te informe de que presenta “rasgos autistas” mucho menos. Y qué decir de lo que vino después: en Estados Unidos (país al que fueron cuando cumplió los tres años) no se andaban con medias tintas. Nada de rasgos, para ellos Susana padecía de autismo.

Sin embargo, gracias a las terapias ocupacionales, de lenguaje y modificación de conducta (tres pilares básicos para paliar los efectos del trastorno) Susana ha avanzado muchísimo. Hoy en día tiene 9 años y todavía queda mucho camino por recorrer. “Susy ha aprendido a comunicarse con fichas e incluso dice palabras aisladas –me contaba Sofía-. Confío en que llegue a hablar más. Por lo pronto, sigo aprendiendo de ella. De lo poco que necesita para ser feliz y del amor incondicional que me da”.

Cuando conocí a esta niña pude constatar que, efectivamente, a pesar de que casi no habla es muy cariñosa con su madre. También pude conocer cómo era su día a día. En vacaciones, aparte de sus sesiones terapéuticas para mejorar su comunicación y aprender destrezas intelectuales, siguió un programa de rehabilitación física que incluía montar bicicleta y natación. Estudios neuropsicológicos sugieren que el ejercicio puede ayudar a recuperar daños neuronales toda vez que se estimulen ciertas áreas del cerebro implicadas en cuadros de este tipo. Ahora que empezará su jornada escolar, volverá a su escuela (un colegio privado en el que se ha incluido) y continuará con sus terapias.

Y, como ella, muchos otros menores que sufren esta patología. Informes recientes revelan que el autismo afecta de dos a diez personas de cada 10,000 (dependiendo del criterio de diagnóstico usado) y que ha sido encontrado a través del mundo en personas de todas las razas y niveles sociales. Un dato curioso es que ataca a los hombres cuatro veces más a menudo que a las mujeres.

Esto lo ha constatado Ana María Arosemena, una panameña afincada en Miami cuyo hijo, Alejandro, también se ha visto afectado. Por suerte, esta madre tampoco ha escatimado esfuerzos médicos ni terapéuticos para sacar a su niño adelante, además ocupándose ella misma de todas las labores domésticas y el cuidado personal de sus otros dos hijos.

Para ser franca, esto no me extraña del todo. Las progenitoras cuyos retoños padecen cuadros tan complicados como éste parecen estar hechas de un material distinto al que tienen el común de los mortales. Están llenas de fortaleza y contemplan la vida de forma distinta, valorando los pequeños detalles y sin derrumbarse ante pequeñeces. La palabra autismo ha tomado, gracias a ellas, un matiz diferente.

Es cierto que la primera vez que la escuchó le costó mucho aceptarlo. Y eso que desde muy pequeño Alejandro le parecía un niño distinto. A los 11 meses no miraba los aviones cuando ella se los enseñaba, prefería jugar solo y, en el parque, corría sin un propósito. “Siento que está en su propio mundo”, le comentó un día al pediatra. Este lo refirió a un neurólogo. Rasgos autistas parecían ser los responsables. Pero, al igual que le sucedió a Sofía, no se lo decían con seguridad.

Esto es algo que ocurre con frecuencia. Raramente un neurólogo llega a un diagnóstico tajante sin antes esperar un tiempo, probablemente con la esperanza de que cambios en la actividad neuronal auguren un mejor pronóstico. A edades tempranas hay mucha plasticidad cerebral y los tratamientos precoces pueden derivar en mejorías significativas. Además, querrán barajar todas las alternativas antes de soltar un término que en principio parece desolador; sobre todo teniendo en cuenta que hay otros cuadros (como el Síndrome de Asperger) que podrían ser los responsables.

Por eso muchos no quieren hablar directamente de autismo a menos que estén presentes ciertos criterios. Estos son el juego imaginativo y social ausente o limitado, una habilidad limitada para hacer amistades con iguales y para iniciar o mantener conversaciones, el uso del lenguaje estereotipado o repetitivo, patrones de intereses restringidos y aparente inflexibilidad a rutinas específicas, entre otros.

No es de extrañar que Ana María, según me confesó, hubiese preferido cualquier otra cosa antes de que le dijesen que su hijo era autista. Al sol de hoy su visual es distinta. Alejandro, aunque no tiene un habla espontáneo, puede expresarse. Además, sabe leer y escribir. Sigue con sus terapias de lenguaje y también con unas bastante innovadoras llamadas “sentidos integrales”. Al parecer, en la percepción sensorial de estos niños hay alteraciones que pueden y deben ser tratadas (según algunos estudios, lo que para nosotros representa un ruido de intensidad normal o una textura agradable, para ellos puede ser muy molesto).

Finalmente, le pregunté a Ana María si tenía algún consejo que pudiese ayudar a mamás con situaciones parecidas. Con palabras que parecían salir desde lo más profundo de su alma me habló de la importancia de no frustrarse ante un mañana incierto. “Pensar cómo será la vida de Alejandro cuando tenga 18 años es una idea con la que no puedo enfrentarme. Me abruma demasiado. Prefiero vivir a plenitud el día a día. Cada jornada implica un nuevo reto y cada pasito es un gran logro”.

“La gente piensa que estos niños no se dan cuenta de nada, que no sienten. No es cierto, están al tanto de todo. Que en él haya dicha ha sido mi mayor propósito. Con seguridad puedo decir que Alejandro es un niño feliz. En cuanto a mí, creo que lidiar con el autismo te hace ser una mejor persona”, nos comentó Ana María.

Algo parecido me mencionaba Cecilia Fonseca, una ama de casa y trabajadora de La Prensa que comparte con las anteriores protagonistas muchas cosas: el tesón por hacer que este trastorno limite lo menos posible a un miembro de su prole, por ejemplo. Cuando le hice la entrevista pude comprobar cómo había más de lo mismo: sospechas de que algo no andaba bien, un mar de evaluaciones, explicaciones confusas y, al final, un diagnóstico abrumador. Terapias y más terapias también supusieron el pan de cada día. Pero, en este caso, se dieron todavía más vueltas antes de dar en el clavo, algo que, según Cecilia, supuso una pérdida de tiempo para José Miguel, su hijo.

Hoy por hoy, José Miguel tiene 15 años. Hasta ahora estuvo escolarizado en el IPHE pero por su edad ya no puede beneficiarse del programa que ahí le brindaban. Me consta que habla bastante (a pesar de que a veces se mantiene en un solo tema), es risueño y muy afectivo. Sin embargo, no ha aprendido a leer ni escribir, un hecho que –según Cecilia- deviene de la detección tardía pero ante el que ella no se resigna. “Tiene mucha información en su cerebro, quizás algún día se decida a utilizarla”, me contaba. “Si se le hubiese ayudado a tiempo… Todavía no estamos muy avanzados en cuanto al autismo, se habla de la inclusión pero la mayoría de los centros educativos no están realmente preparados para hacer adaptaciones curriculares”.

Así las cosas, terminamos hablando de la otra cara de la moneda, de la gran cantidad de niños panameños que por su realidad socio-económica no pueden gozar de los adelantos que hay más allá de nuestras fronteras. De ahí su impulso por aliarse con otras familias en igual situación y, desde la “Asociación Panameña de padres y amigos de autistas” (que funciona como una ONG), no escatimar esfuerzos a favor de esta población.

Por su parte, Cecilia sigue a pie de cañón a favor de José Miguel. Y eso que tiene dos hijos más. Las jornadas, al igual que para Sofía y Ana María, de seguro se hacen largas. Pero vale la pena. Aquí se entrecruzan nuevamente los tres relatos, la satisfacción de sentir a sus hijos felices es un común denominador.

En lo que a mí respecta y tras conocer estas historias, dos ideas no dejan de revolotear en mi cabeza. La primera: ante el coraje de estas madres hay que quitarse el sombrero. La segunda es que, a pesar de que los síntomas del autismo suponen numerosos escollos, no necesariamente debilitan los lazos materno filiales. A la luz de estos casos que se aprecia que puede ser todo lo contrario. Sólo de esta forma se rompen las barreras de comunicación que un cuadro así conlleva.

Por: Alicia Rego


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1 comentario en «Amor sin condiciones»

  1. Buenas, soy de Panamá, Ciudad Capital. Mi hijo fue diagnosticado con sindrome de asperger que es una forma leve de autismo. Estoy tratando de ubicar la asociacion de padres y amigos autistas para solicitarles información, ayuda en todo sentido.

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